Podría hablar de las vicisitudes económicas de los artistas, o de los compositores, pero en orden decreciente son más o menos conocidas, porque son parte de lo que todo músico conoce o experimenta. Pero hacer una precisión es extraño, porque se necesita, y en realidad el problema es mucho más un embrollo y un lío imposible que algo unidimensional. Los compositores, actualmente, estamos en un terreno de nadie, un lugar abandonado y en disputa por dos corrientes políticas contrapuestas, o bien, si se quiere, la economía desconoce a la música, y la política cree entenderla pero no lo hace mejor. Pues el político o el activista que quiere ocuparse de la música como arte piensa que basta con el aplauso y el reconocimiento, y está todo hecho, o más bien, piensa que el arte, así como toda obra musical, es "política", y que por tanto refleja verdades universales de lucha social, compromiso, actitud contestataria, y una serie de lugares comunes.
Todo esto puede parecer muy sorprendente, viniendo de un compositor. Se supone que nosotros tenemos que estar por los cambios, por la lucha contra el sistema. No debiésemos ser conservadores, pero sucede que todas estas son apreciaciones que no tienen nada que ver con la música. La música no es política: si alguien nos ha hecho creer eso es el sistema, la corte, que aun más que antes, controla y aprueba lo que la música debe hacer, o decir.
Música oficial podría ser el titulo de esta entrada. A menudo se dice que la música no puede transarse en el mercado, ni que se puede lucrar con ella. Todo esto deja a los compositores sin más alternativas que recurrir a la corte, para su financiamiento. Y allí, una serie de "especialistas", formados en universidades e institutos reconocidos, aprueban o desaprueban nuestro trabajo, entregan recursos (es decir, nuestro salario), y en suma, deciden que debe hacerse, y que no.
Ustedes pueden buscar largamente entre todo el profesorado musical, o artistico, y rara vez encontrarán un maestro que no adhiera a estas ideas. No es que no esté de acuerdo con ellas, sino que no creo que deban mezclarse con la música, y tampoco creo que los que las pregonan vivan pobremente o sean de medios desprotegidos. Muchas veces no es así, y muestran un poder y capacidad de decisión que no tienen nada que envidiarle al sustrato del cual provienen. El poder se disfraza de hippie para seguir ejerciendo su coerción: en ese sentido, y en lo personal, no tengo nada de conservador.
Entonces, ¿quien decide que un compositor no puede cobrar por su trabajo? ¿Quien lo decidió? En primer lugar, me gustaría preguntarles, ¿ustedes creen, de verdad, que un músico que no cobre por su concierto ayuda a la gente a ser menos pobre? ¿No sería mejor que quienes de verdad explotan a la gente, léase, empleadores, empresarios sin escrupulos, un estado que no proporciona salud ni educación gratuitas, o casi gratis, un sistema legal que no los defiende, hiciera lo que tiene que hacer?
Entonces, al final, lo que sucede es que los músicos, asi como otros artistas, tenemos que cubrir los costos o los errores que cometen otras personas. Así sucede en realidad, y lo molesto es que uno debe asumir una posición altruista que los demás no tienen. Porque ellos sí pueden seguir gastando y vendiendo sus servicios, y no se ve que cambien su postura. Lo que una persona común ahorraría si el comercio le cobrara menos, si el estado le proporcionara educación, o salud gratis, y si sus jefes le pagaran más dinero (como probablemente es más justo y más correcto), lo pueden emplear en comprar un libro o pagar una entrada a un concierto (que no son caros).
¿Se entiende ahora el por qué de la molestia de este compositor? Muchos dicen que hoy el estado puede pagarle a los artistas, lo que tal vez es cierto: pero no quiero que me paguen por hacer lo que un jurado quiere que yo haga, sino por lo quiero hacer. Nunca me he vendido en la vida, y por lo mismo quiero libertad para poder trabajar en mi arte, y que el Estado en cambio proporcione viviendas gratis, educación, salud, a quien lo necesite, porque eso sí que es indispensable, y no se puede vivir sin él. Lo mío es importante, pero no tanto, porque puede venir después. Yo sólo aspiro a hacer la vida de la gente más bella, no a salvarlos (porque no tengo ese poder).
miércoles, 6 de agosto de 2014
viernes, 18 de julio de 2014
Un avance hacia nuevas posturas (un artículo importante)
Como compositor comencé, desde hace algún tiempo, a buscar
una forma de comprender teóricamente el problema de la tonalidad, puesto que en
algún momento consideré que el atonalismo estaba superado. Aunque nunca lo
practiqué, realicé algunos intentos que me resultaron poco satisfactorios. Dado
que mi afinidad, y mi oído, me indicaban un camino a seguir distinto, alejado de
las academias que promueven un acercamiento a lo atonal, comencé una
búsqueda de textos o de razones que pudieran justificar mi decisión. Aunque sé
bien que no son indispensables, en el arte de la música se requiere un
basamento teórico. Y si bien sospechaba por dónde podía ir el problema, no sabía
dónde buscar.
La problemática de la música actual, con sus disonancias e
irrupciones agresivas y discordantes, no se puede entender tan sólo desde el
punto de vista del estilo, del gusto, o de una poco convincente argumentación
intelectual basada en la sociología, la estética, la filosofía, o incluso la
matemática - a pesar de lo que puedan creer las mismas personas que practican
estas disciplinas -, ya que la música requiere un basamento teórico propiamente
musical, el cual, para los desconocedores de la teoría, resulta distante. Es
esta base musical a la que hay que recurrir cuando analicemos el atonalismo.
El atonalismo y la tonalidad
El atonalismo, surgido a principios del siglo XX, constituye
una respuesta a la tonalidad, que en aquel tiempo se considera sobrepasada. A pesar
del uso que los compositores hacían de distintos tipos de armonías, modulando repetidas
veces, la tonalidad como edificio o institución de la música parecía una
cantera agotada, incapaz de dar nuevas respuestas o recursos. A partir de una
complicación de la estructura armónica de las obras, proceso que comienza a
mediados del siglo XIX, la habitual identificación de una pieza con una
tonalidad se había ido disolviendo, ya que una misma obra podía tener varias
tonalidades diferentes.
A comienzos del siglo XX surge la teoría dodecafónica, en
la cual los 7 sonidos propios de la escala musical (do, re, mi, fa, sol, la,
si), con sus respectivas relaciones, desaparecen, perdiendo su estructura,
convirtiéndose en 12 notas. Estas 12 notas, que integran en un plano de
igualdad la escala musical, donde no existen unas notas más usadas que otras,
pasan a formar parte de la escala dodecafónica que es, simplemente, una
sucesión de 12 notas iguales - a diferencia de la escala diatónica, donde las 7
notas son desiguales -, y que implica unas relaciones entre intervalos distinta
a la anterior escala. El dodecafonismo, que se convierte en atonalismo,
establece o postula que la “tonalidad” es una “cárcel” o “limitante” que impide
la libertad creativa, la libertad del compositor a la hora de crear. Y que las
consonancias, rígidamente establecidas y reguladas por los antiguos tratados de
armonía, son meras convenciones, y a la vez, prejuicios que resultan en una
excesiva conformidad. Algo de cierto tiene esta afirmación, dado que en efecto
los tratados de armonía establecen normas o marcos rígidos. Pero, en opinión de
muchos, no obstante, la tonalidad tiene una base que no es solamente un
prejuicio o una convención, sino que además tiene una cierta lógica musical.
Como compositor, me veo obligado a pensar que la música no
es sólo un conjunto de leyes lógicas: es, en realidad, un arte. Pero además,
buscando una argumentación racional, del tipo que le gusta tener a muchas
personas, críticos, músicos y aficionados, hay buenas razones de por qué el
atonalismo no es tan lógico y bien estructurado como aparenta. Fue en esta
búsqueda que me topé con los textos de un interesante teórico, que plantea de
manera novedosa, o rigurosa si se quiere, las relaciones entre atonalismo y
tonalidad.
Las ideas de Gustavo Britos Zunín
Todas estas ideas se expresan con mayor claridad en los
artículos publicados por el compositor uruguayo Gustavo Britos Zunín, en el
sitio "El Cedazo". Resumiendo estas ideas y argumentaciones, el atonalismo nace
de una escala temperada, esto es, nace del tipo de escala que tiene un teclado,
y por tanto parte desde una base que, ante todo, no es primigenia, sino una
adaptación y una abstracción. Debemos tener en cuenta, quienes estudiamos y
somos músicos y compositores, que existen dos tipos de escalas, a grandes
rasgos: la escala justa, que es la escala musical primaria, que nace o comienza
a partir de proporciones matemáticas (la quinta pitagórica, en el caso de la
tradición occidental), que es una escala que, a partir de estas distintas
proporciones expresadas con divisiones de números enteros, determina una serie
o sucesión de notas o grados que es desigual (en la escala diatónica, cada nota
es la expresión de una proporción matemática, y es, cada una, distinta a las
demás, por la cual no coinciden entre sí). La escala temperada, por el
contrario, es una adaptación o aproximación de la escala justa: esta es su
principal característica. También llamada “escala de temperamento igual”, esta
serie de notas o sonidos tiene una regularidad que permite la superposición de
distintas escalas, de distintas tonalidades (modulación), de forma que se puede
usar siempre estos 12 sonidos (que en esta escala son sólo subdivisiones de la
escala, de forma similar a los centímetros de una regla) para anotar, leer y
practicar la música: así también, para construir instrumentos como el piano, y
algunos de viento, los cuales tienen gradaciones o perforaciones que se ajustan
a esta estructura. En suma, la escala temperada es una escala práctica, que en
el caso de los violines, o de la voz humana, puede encontrar sus primeras
limitaciones: al tratarse de instrumentos que pueden afinarse microtonalmente
(como sabemos, el violín puede dar intervalos equivalentes a imperceptibles
fracciones de nota, igual que la voz, o un trombón), se hace posible y
conveniente interpretar –e incluso componer—para estos instrumentos usando una
escala justa. Y esto significa que, a la larga, la verdadera escala es la
justa, y no la temperada, si bien esta última es de una utilidad tan grande en
la historia de la música que no se le puede abandonar, porque permite ni más ni
menos que la notación, la composición, y la lectura e interpretación musical.
Por consiguiente, según Gustavo Britos Zunín, el dodecafonismo
se inicia, teóricamente, a partir de una escala temperada: se basa, entonces,
en el entendimiento – errado— de que la tonalidad se hace sobre una escala
temperada (lo que implica una comprensión errada de la misma tonalidad). Esto
significa que este dodecafonismo no se construye sobre notas, sino sobre
abstracciones o aproximaciones. Se trataría de una situación similar a
construir un mapa, a partir de otro mapa.
¿Cómo avanzar?
En mi opinión, y tal vez la de muchos compositores y
público, la evolución de la música pasa probablemente por una reconsideración
de lo que es la tonalidad.
Claramente, podemos entender que hemos adoptado la escala
temperada (aproximación) como si fuese la escala justa (real); y por
consiguiente, podemos adivinar por qué algunas interpretaciones musicales
suenan distintas, mejor que otras, más vividas, más brillantes. Se trata de
sutilezas en la interpretación, que tienen que ver con la musicalidad. Por
tanto, es difícil hablar de tonalidad cuando no entendemos esos detalles.
Para dejar atrás a Schönberg como teórico influyente en la
historia de la música, es decir, para superar los postulados que estableció (y
que más o menos disfrazados, aparecen como revueltas o revoluciones, cuando no
son más que simples reglas o dogmas academicistas, lo cual es legítimo siempre
que se acepte que son imposiciones), se hace necesario ver con claridad sus
errores: errores tal vez comprensibles, dada la época que le tocó vivir, y en
la cual se trataba de abrir un nuevo horizonte, pero que hoy no debieran
atemorizarnos. El error de Schönberg, tal vez, es que parte desde una
concepción demasiado básica de lo que es la tonalidad. Concepto entendible y
derivado de los manuales y tratados de armonía, que establecen una serie de premisas
y normas aceptadas sin más como leyes universales, tales como la conducción de
voces, el evitar ciertos intervalos, etc, que constituyen una especie de corsé
que se debe llevar –y que se identifica con la tonalidad, cuando no es más que
una parte o una versión de ella—. En otras palabras, la tonalidad no es un
conjunto de normas más o menos arbitrarias, sino una circunstancia o
estructuración más profunda y esencial. Y que tiene más que ver con los
basamentos más rudimentarios de la música que con las normas de estilos
posteriores, como el barroco o el clasicismo.
Estas explicaciones y argumentaciones que trato de compartir
y divulgar, pienso, apuntan hacia una evolución de la música, a la difusión de
nuevas inquietudes. Implican, probablemente, que no hemos comprendido del todo
bien la tonalidad, y la hemos encasillado en etiquetas y clichés que no la
representan. Y es por eso, puede ser, que la evolución de la música pase por un
refinamiento de nuestra comprensión acerca del tema. De su estructura, posibilidades,
de cómo la hemos comprendido por doscientos o trescientos años. Es por eso que
se nos hace necesario, antes que preguntarnos “qué es la atonalidad”… ¿Qué es
la tonalidad?
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